#En200Palabras:
Era una mañana de sábado en Amalfi, donde el viento susurraba antiguas leyendas de felinos y las hojas de los árboles danzaban en círculos misteriosos. La cancha de fútbol, un campo dorado de sueños y esperanzas, se preparaba para el enfrentamiento entre el DIM y el equipo local. Pero, entre las sombras de los juveniles jugadores, brillaba Catalina Usme, la única mujer, quien, con su mirada, parecía haber conversado minutos antes con las estrellas.
Entre la tenue lluvia, los murmullos se esparcieron como mariposas blancas inquietas y susurraban a las almas presentes, con mezcla de incredulidad y encanto. Los rivales, firmes como robles, intentaban opacar su luz con embestidas. Cata, con su encanto, mentalidad y fortaleza, se erguía una y otra vez.
Y, entonces, en un momento que parecía haber sido escrito por los dioses del fútbol, su zurda lanzó un hechizo. El balón, obedeciendo a fuerzas invisibles, voló en una parábola perfecta y se anidó en el ángulo.
Los asistentes respiraron al unísono y, por unos segundos, el tiempo se detuvo. Entre las sonrisas incrédulas de los rivales, sus compañeros corrieron a abrazarla.
Ese día, allí en el banco, en compañía de su hermano Andrés Usme y del profe Víctor Luna, pude afirmar que fui testigo del nacimiento de una estrella marinilla que, con su magia, brillaría en el fútbol mundial.